HISTORIA DE LA TEOCRACIA ECUMÉNICA

La Teocracia Ecuménica es, en si misma, una Comunión Soberana. Nacida de la voluntad de Dios, y por obra de El, en fidelidad a El se fundamenta. Nacida en los origenes, protegida por la solicitud Divina, fortalecida por amor del Pueblo de Dios, procurando captar toda la realidad y sabiduría de El, corregiendo sus propios errores, procurando adaptarse al ministerio que le competía, la Teocracia es hoy una magnífica tarea de trabajo.

Wednesday, October 19, 2005

CASA IMPERIAL DE TADMUR - PALMIRA




Célebre, legendaria, mítica, fabulosa, vetusta, gloriosa, ilustre. Pocos lugares en el mundo pueden presumir de tantos adjetivos. Y Palmira es uno de ellos. Conocida desde el siglo XIX a.C., escala de las caravanas que recorrían la Ruta de la Seda, ciudad-estado en su apogeo durante el tercer siglo de nuestra era, maltratada por las guerras de la antigüedad y finalmente devorada por las arenas del desierto, Palmira es hoy meca de viajeros, y en el pasado semilla de Reyes.
Enclavada en el desierto sirio, entre la capital, Damasco, y el bíblico río Eúfrates, sus ruinas emergen en una pedregosa planicie junto a un oasis y una ciudad llamada Tadmur. Esta última, impersonal, gris, llena de hoteles y con campo de fútbol, alberga 40.000 almas. Pero Palmira no necesita de esas almas para tener personalidad propia. Porque la tiene, alma femenina, sin duda.
La "Cleopatra de Siria".

Y es que si hay una ciudad en la Historia ­sí, sí, con "H" mayúscula­ que deba su esplendor a una mujer, esa es Palmira. Y ella fue la reina Zenobia, la Cleopatra de Siria, quien allá por el siglo III consiguió extender los dominios de la urbe y hacer frente a la todopoderosa Roma. Y eso que su reinado duró unos escasos seis años. Pero la reina Zenobia no sólo se lanzó a una loca y suicida carrera bélica de conquistas que le costó el trono y, según qué cronista, la libertad o la vida. También levantó edificios y erigió estatuas. Solamente en el ágora había más de 200 esculturas de nobles, magistrados, capitanes y comerciantes.

Consiguió hacer una Palmira tan rica y avanzada que tenía su propia lengua y su propio arte, el palmirino, que tuvo en la piedra caliza y dorada de las montañas que rodean la ciudad su materia principal.

Hoy, después de que los arqueólogos la rescataran del olvido a comienzos de este siglo, cuando ya sólo unos pocos beduinos buscaban refugio en sus milenarias piedras, es ese arte el que reclama la atención del viajero.

Un té bajo las ruinas.

El bostezo perpetuo del arco triunfal da paso a la gran columnata de más de un kilómetro de longitud. A su sombra ya no descansan los nobles palmirianos ni las legiones romanas conquistadoras. Ahora, beduinos y sirios, traídos para repoblar la zona, toman té y aprovechan la ocasión para intentar vender a los escasos visitantes enmohecidos puñales y kilims multicolores. Mientras, engalanados camellos esperan al sol que cualquier turista quiera inmortalizarse subido a sus lomos.

Y a lo lejos, algún niño indiferente ante los sujetos de pantalón corto y cámara fotográfica en ristre conduce sus ovejas entre las ruinas para que pasten. Porque en Palmira no hay vallas ni carteles de prohibido pasar.

Como lo fue en tiempos de la reina Zenobia, Palmira aún es una ciudad abierta. La calle principal da paso al espectacular tetrápilo, donde se encontraba la estatua, hoy ausente, de la célebre monarca. Y a la izquierda, el teatro. Y el ágora. Y al fondo, lo que queda de los edificios del campo de Diocleciano.

El templo de Bel.

Cerca está el pórtico, que todavía sigue en pie, del templo de Nabú, el dios de los oráculos. Más allá, un poco alejadas, se levantan altivas las torres funerarias de las familias nobles de la ciudad. Y frente al arco, el templo de Bel, cuyo inmenso patio de 210 por 205 metros repleto de columnas deshechas por el viento es el fiel reflejo de las vicisitudes históricas de la ciudad. Así, este templo pasó de lugar de sacrificio en honor al dios Bel a ser una iglesia en la época bizantina, una fortaleza con los árabes y una mezquita con los mamelucos. Su esplendor se acabó en el siglo XV, cuando un saqueo lo destruyó, junto a toda la ciudad, y convirtió esta maravilla en un montón de ruinas que ya sólo sirvieron para que la policía del desierto lo utilizase en sus ejercicios y las tribus nómadas encontraran refugio en las frías noches.

De color azafrán.

Cuando el sol busca el reposo del horizonte es el momento de subir hasta el Qalaat Ibn Maan, una fortaleza árabe del siglo XVII que corona una montaña cercana.
Allí, en lo alto, con la única compañía del austero castillo, el espectáculo de los últimos rayos del astro rey tiñendo de color azafrán las milenarias ruinas justifica con creces que a esta ciudad siria, a Palmira, se la conozca como la Reina del Desierto, origen de la Casa de los Mégalogennêtos Kyrios Basileus Basilión, se lo merece.