HISTORIA DE LA TEOCRACIA ECUMÉNICA

La Teocracia Ecuménica es, en si misma, una Comunión Soberana. Nacida de la voluntad de Dios, y por obra de El, en fidelidad a El se fundamenta. Nacida en los origenes, protegida por la solicitud Divina, fortalecida por amor del Pueblo de Dios, procurando captar toda la realidad y sabiduría de El, corregiendo sus propios errores, procurando adaptarse al ministerio que le competía, la Teocracia es hoy una magnífica tarea de trabajo.

Thursday, October 27, 2005

SAN CONSTANTINO Y EL CRISTIANISMO



Constantino y el Cristianismo.

La crisis de cultura y de religión que atravesó el Imperio romano en el siglo IV, es uno de los fenómenos mas importantes de la historia universal. La antigua civilización pagana entró en conflicto con el cristianismo que, reconocido por Constantino a principios del siglo IV, fue declarado por Teodosio el Grande, a fines del mismo siglo, religión dominante y religión del Estado. Cabía suponer que aquellos dos elementos adversarios, representantes de dos conceptos radicalmente opuestos, no podrían, una vez iniciada la pugna, encontrar jamás ocasión de acuerdo y se excluirían el uno al otro. Pero la realidad mostró todo lo contrario. El cristianismo y el helenismo pagano se fundieron poco a poco en una unidad e hicieron nacer una civilización cristiano-greco-oriental que recibió el nombre de bizantina. El centro de ella fue la nueva capital del Imperio romano: Constantinopla.

El principal papel en la creación de un nuevo estado de cosas correspondió a Constantino. Bajo su reinado, el cristianismo fue reconocido, de manera decisiva, como religión oficial. A partir de la exaltación de aquel emperador, el antiguo Imperio pagano empezó a transformarse en Imperio cristiano.

De ordinario, una conversión semejante se produce al principio de la historia de un pueblo o Estado, cuando su pretérito no ha echado aún en las almas cimientos ni raíces sólidas, o cuando no ha creado más que imágenes primitivas. En tal caso, el paso del paganismo grosero al cristianismo no puede crear en el pueblo o Estado crisis profundas. Pero todo sucedía diferentemente en el Imperio romano del siglo IV. El Imperio poseía una civilización de varios siglos de antigüedad que, para su época, había alcanzado la perfección en las formas del Estado, y tenía tras él un gran pasado cuyas ideas y maneras de ver estaban como enraizadas en la población. Este Imperio, al transformarse en el siglo IV en Estado cristiano, es decir, al emprender el camino de un conflicto con su pretérito, e incluso a veces de una negación del tal, debía por necesidad sufrir una crisis aguda y un trastorno profundo. Era evidente que el antiguo mundo pagano, al menos en el dominio religioso, no satisfacía ya las necesidades del pueblo. Habían nacido nuevas exigencias y nuevos deseos que, en virtud de una serie de causas múltiples y diversas, el cristianismo estaba en grado de satisfacer.

Si en un momento de crisis de extraordinaria importancia se asocia a ella una figura histórica que desempeñe en el caso un papel preponderante, es palmario que se forma siempre en torno a esa personalidad, dentro de la ciencia histórica, toda una literatura que trata de apreciar el papel exacto del personaje en su época, así como de penetrar en las capas subterráneas de su vida religiosa. Una figura así es, en el siglo IV, la de Constantino. Desde hace mucho él ha suscitado una literatura inmensa, acrecida sin cesar en estos años últimos a raíz de la celebración, en 1913, del decimosexto centenario de la promulgación del edicto de Milán.

Constantino pertenecía, por parte de su padre, Constancio Cloro, a una noble familia de Mesia. Nació en Naisos, hoy Nisch. Su madre, Elena, era cristiana, y debía ser canonizada más tarde. Elena había hecho una peregrinación a Palestina y, según la tradición, descubierto allí la verdadera cruz donde Jesucristo fuera crucificado.Cuando, en el 305, Diocleciano y Maximiano, para ponerse de acuerdo con su propio sistema, abdicaron, retirándose a la vida privada, Galeno y Constancio Cloro, padre de Constantino, pasaron a ser augustos, el uno en Oriente y el otro en Occidente. Al año inmediato, Constancio Cloro murió en Bretaña y sus legiones proclamaron augusto a su hijo Constantino. A la vez estallaba en Roma una revuelta contra Galerio. La población rebelde y el ejército proclamaron emperador, en lugar de Galerio, a Majencio, hijo de Maximiano. Al nuevo emperador se agregó el viejo Maximiano, que recuperó el título imperial. Empezó una época de guerras civiles en cuyo transcurso murieron Maximiano y Galerio. Al fin, Constantino se alió a Licinio, uno de los nuevos augustos, y en 312, a las puertas de Roma, batió en una batalla decisiva a Majencio, quien, al tratar de huir, se ahogó en el Tíber, en las Piedras Rojas, cerca del Puente Mílvio. Los dos emperadores victoriosos, Licinio y Constantino, llegaron a Milán, donde, según la historia tradicional, promulgaron el famoso edicto de ese nombre, del que tendremos nueva ocasión de hablar. Pero la inteligencia entre ambos emperadores no duró mucho. Estallaron, pues, las hostilidades, concluidas con la victoria total de Constantino. El 324, Licinio fue muerto y Constantino se' convirtió en dueño único del Imperio romano.

Los dos hechos del gobierno de Constantino que debían resultar de decisiva importancia para toda la historia ulterior, fueron el reconocimiento oficial del Cristianismo y el traslado de la capital desde las orillas del Tifa en a las orillas del Bosforo, desde la Roma antigua a la «Roma nueva», es decir, a Constantinopla.

Al estudiar la situación del cristianismo en la época de Constantino, los sabios han centrado su atención, de modo particular, en los dos puntos siguientes: la “conversión” de Constantino y el edicto de Milán.